jueves, 6 de junio de 2013

JESÚS, EL HOMBRE


(Crónica cristiana)
Por: Aneldo Arosemena

El miedo
Hace más dos mil años, al pie de una colina, un hombre postrado oraba a su Dios pidiéndole que le librara de una prueba que horas después habría de afrontar: su propia muerte.
 Bajo el signo de la traición inminente, el escarnio, la humillación y un suplicio sin fin, Jesús de Nazareth anticipaba angustiado la hecatombe que se cernía sobre él.

Mientras oraba en ese lugar llamado Monte Getsemani, un testigo y seguidor llamado Lucas documentó el momento:“lleno de agonía oraba más intensamente y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra”.

La ciencia lo ha registrado como una rara condición: hematohidrosis, es decir sudar sangre. El fenómeno tiene explicación científica.

La hematohidrosis, ha sido descrita en los anales médicos como un  fenómeno consecuencia de un intenso estrés que provoca en el organismo una descarga del sistema nervioso vegetativo simpático (reacción de alarma o estrés), que entre otros efectos cardiovasculares y metabólicos, cursa con fuerte vasoconstricción cutánea y abdominal, lo que desplaza un gran volumen de sangre.

Estos intensos casos de estrés provocan una congestión de los pequeños vasos sanguíneos en la membrana basal de la piel alrededor de las glándulas sudoríparas. La sangre se mezcla con el sudor y fluye como tal por la piel.

El miedo aterrador de una joven que se ve amenazada de violación, casos de reos condenados a muerte minutos antes de su ejecución, son ejemplos que encontramos en publicaciones que citan los mecanismos que desencadenan la hematohidrosis, aunque hasta el momento no se pueda hablar de una etiología clara y de un tratamiento efectivo.

Pero  para ese hombre moreno de piel tostada por el sol de Jerusalén, la explicación sale sobrando, el sudor de sangre, cuyas grandes gotas caían sobre la tierra era el presagio de un final agónico como el fin de su propia oración, el  suplicó hasta lo último ser relevado de su misión redentora,  tal como relata Lucas, un médico y seguidor, Jesús dijo entonces “Padre, si quieres, líbrame de este trago amargo; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya.”

Veinte siglos después, de aquel ministerio de 36 meses, con un núcleo de acero de apenas doce pescadores harapientos que lo abandonaron todo por seguirlo  a él,  cuya humanidad fue totalmente arrasada a los 33 años y que  herido “fue por nuestras transgresiones, molido fue por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre Él, y por sus llaga fuimos nosotros curados”, resurge triunfanteel cristianismo con más de 1,000 millones de seguidores.

La ira
El Muro de Los Lamentos es el único vestigio que queda hoy del magnífico templo de Jerusalén construido por orden del Rey Salomón, templo en cuyas escalinatas Jesús niño se le extravió a sus padres y  fue encontrado luego interrogando a los Doctores de la Ley quienes se maravillaron de su sabiduría.

En las escalinatas de la inmensa estructura  de piedra, “la casa de mi padre”, como solía decir, Jesús devolvía la vista a los ciegos, expulsaba demonios y hacia caminar a los paralíticos, pero también acampados a su alrededor vendedores de animales, especuladores de monedas, profanaban la casa sagrada.

En un único acto de violencia que se permitió en toda su vida terrenal, Jesús de Nazareth tomó un látigo de ocho cuerdas  y entrando en el templo, comenzó a echar fuera a los que vendían y  compraban; volcó las mesas de los cambistas, y los puestos de los vendedores de palomas, y no permitía que nadie trasportase cosas por el templo. Y les enseñaba, diciéndoles: ¿no está escrito: mi casa será llamada casa de oración para todas las gentes? ¡Pero vosotros la tenéis hecha una cueva de bandidos!

La ira de Jesús, los gritos de Jesús a los profanadores del templo y la acción de voltear los tenderetes y expulsar a los cambistas  a fuetazo limpio con un látigo hizo realidad la profecía del salmo de David: “El celo por tu casa me devora” y  mostró que la acción debe ir unida a la palabra.

De la predicación a los hechos y de la necesidad de tener el valor civil para “expulsar a los mercaderes del templo”, si el hijo de Dios, hecho hombre se permitió esta emoción tan humana, en nombre de un destino superior, ¿porque nosotros debemos privarnos de la santa ira para combatir las injusticias, que escarnecen al mundo?

La Tristeza
“Jesús Lloró”, así de escueto es  Juan, al documentar en su epístola la reacción de Jesús al enterarse de la muerte de su amigo Lázaro, enfermo desde hacia tiempo, cuyas hermanas Marta y María esperaron inútilmente a que llegara aquel que devolvía la vista a los ciegos y hacia andar a los inválidos.

El hombre que se hacía llamar a sí mismo, Hijo de Dios, no tuvo a tiempo para consolar a su amigo Lázaro, consumido por la enfermedad y llevado finalmente por la muerte.
Con los fariseos siguiéndole los pasos y dispuestos a matarlo, con Judas Iscariote urdiendo la traición que finalmente lo entregaría a sus verdugos, Jesús no perdía tiempo en su ministerio pero este tiempo fue fatal para su amigo Lázaro que murió esperando.

Como “Estremecido en espíritu y conmovido”, retrata Juan a Jesús, al momento  en que llega a la casa de aquel hombre que había muerto días antes, pero aquel hombre que dejo el mundo de los vivos con la promesa de resurrección, no tendría que esperar mucho ya en medio de su la honda tristeza que lo atravesaba, el hijo del hombre pidió visitar su tumba.

Lázaro fue devuelto a la vida, de cadáver putrefacto, con hedor a miasmas y muerte, recuperó el resplandor y la energía vital de todo lo vivo, al grito de Jesús “¡ven fuera!” , el cuerpo envuelto en sudario, de pies y manos vendado, salió por sus propios pies ante el asombro y la alegría de quienes fueron testigos de este hecho sin parangón en la historia de la humanidad, superado solo por la propia resurrección de Jesús, tres días después de su infame crucifixión.

El amor
¿Podría el hijo de Dios, hecho hombre, ser presa de pasiones naturales, propias de un ser humano de carne y hueso?, aunque la historiografía oficial de la Iglesia afirma rotundamente que su santidad es indiscutibles, descubrimientos científicos apuntan en otra dirección y ofrecen una explicación alternativa al breve paso de Jesús de Nazareth por las áridas tierras de Palestina hace dos mil años.

En 1947 en las oscuras cuevas de Orum, en Irán, un grupo de pastores descubrieron fragmentos de rollos de cobre, en lo que vendría a conocerse como los manuscritos del Mar Muerto, en la que se describe la relación de Jesús con una mujer: María Magdalena.
Los evangelios llamados “apócrifos”, los cuales no fueron incluidos en la Biblia, por decisión de los primeros concilios de la iglesia, arrojan luz sobre la relación de María Magdalena, con Jesús de Nazareth insinuando incluso que la mujer también habría formado parte, como apóstol, del grupo de seguidores del nazareno y que incluso hacia vida marital con él.

Más recientemente, el escritor norteamericano Dan Brown, trae el tema al tapete, tal vez en medio de una afiebrada imaginación en su novela “El Código Da Vinci” en la que asegura que Jesús se casó con María Magdalena, tuvieron un hijo que fue llevado a Europa, concretamente a Francia, en la que se unió en matrimonio con una de las ramas de la nobleza francesa, los merovingios, siendo protegidos por una organización secreta llamada el Priorato de Sion y que incluso hasta nuestros días andan por allí descendientes del nazareno.

Verdad o no, lo cierto es que el Jesús histórico, fue presa de emociones naturales, ampliamente documentadas en el nuevo testamento de los evangelistas.
 Miedo, ira, tristeza, amor,  emociones que no le fueron ajenas al hijo de Dios hecho hombre, pero que no le impidieron que la más grande de las emociones: el amor, nos fuera dado por él ofreciendo su vida a cambio de la liberación del pecado de todos nosotros, pobres mortales maldecidos por la transgresión original de Adán y Eva.






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